sábado, 24 de marzo de 2012

La paloma herida



Volvía de la facultad. Hacía mucho calor, aunque ya estábamos en abril. Mi mochila pesaba, y deseaba con toda mi alma estar del otro lado de la puerta de mi casa. Bajé del hacinado tren línea Mitre, y en piloto automático comencé a caminar casi al trote, con la mente en blanco del agotamiento.
En el camino, ya a unas dos cuadras de mi hogar, estaba en la mitad de la acera una señora en silla de ruedas, quieta ahí. Me asombró que no tuviera miedo que la pisara algún automóvil, que a toda hora pasaban a gran velocidad, al ser la calle principal de mi barrio.
De pronto, utilizando sus débiles piernas flacuchentas, hizo mover su vieja silla hasta el cordón de la vereda; allí se detuvo y dejó algo en el suelo... algo que, desde lejos, yo no podía distinguir bien qué era. "Debe querer subir a la vereda y no puede", pensé inmediatamente. "Lo mejor sería ayudarla, aunque yo mucha fuerza no tenga".
A paso dudoso me acerqué, y le pregunté si necesitaba ayuda. Cuando pude concentrar mi mirada en eso que la desconocida había dejado en el suelo, me sorprendí. Era una paloma herida, que sangraba por el costado. "La ha pisado un auto", me dijo la mujer; su voz era áspera. "Está temblando del susto. Tiene el ala lastimada; no va a poder volar si no la curo. Hay que frenar la hemorragia".
En ese momento no se me ocurría nada para decir. "Pobrecita... ¡Qué conductores salvajes! ¿Quiere que la lleve a una veterinaria? Hay una acá a la vuelta", dije torpemente. "No, los veterinarios no van a querer hacer nada por ella". Sacó una pequeña bolsa de plástico de su cartera, tomó a la débil paloma del suelo, y la envolvió fuerte con la bolsa. "Lo mejor sería papel de diario, o un pañuelo. Espero que con esto aguante hasta que llegue a mi casa."
"¿Quiere que vaya a buscar papel de diario en algún lugar, o alguna caja para poder llevar la paloma?", dije. "No, gracias, así estoy bien", respondió ella. La verdad es que ver a la pequeña criatura así me daba mucha tristeza, y temía por su vida.
"Adiós", dijo la mujer, quien lentamente, con ayuda de sus manos y con la paloma sobre sus piernas, dio media vuelta y emprendió viaje en su silla. "Chau, mucha suerte", dije.
Y fui una tonta de esas que no hay, porque me quedé quieta mirando como desaparecía de mi vista, y una vez que no la vi más, me di cuenta que la podría haber ayudado a llegar hasta su hogar.
Ya no tenía ganas de llegar a mi casa; es más, no me importaba si llegaba. Como tonta que soy –de esas que no hay – me puse a llorar mientras caminaba, intentando que el mundo a mi alrededor no me viera. Y me decía a mí misma "No pude ayudar a la paloma. No pude ayudar a la señora en silla de ruedas. No pude hacer nada por el bien de ellas... ¡Qué egoísta que fui!".
Es así. Tenía tantas cosas para hacer al alcance de mi mano, tanta fuerza, tanta salud física que podría haber ayudado, como mínimo, a lograr que la mujer llegue hasta donde quería llegar, o a salvar al ser viviente que ella quería salvar... Y no hice nada.
Hasta que, esa noche, tuve la solución en mi cabeza, y ustedes la está leyendo. Así estoy ayudando: agradezcamos que nacimos sanos, de cuerpo, mente y espíritu. Ayudemos a las criaturas más débiles.
¡Qué paradoja! Esperamos que alguien débil salve a algo débil... Nosotros, los fuertes, salvémoslos y no dejemos que eso pase jamás...

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